Un atajo inverosímil
Flora se rió y me dijo que lo que acababa de pasarme era bien mío, de esas cosas insólitas que me pasan sólo a mí. Yo me reí, sentí que tenía razón en lo que decía, aunque ella también es candidata a que le pasen cosas de este tipo en su vida cotidiana, tiene un anecdotario respetable en más de veinte años de amistad.
Hace un mes, Flora se quebró una pierna en un accidente de tránsito. Ya le sacaron el yeso pero todavía tiene para rato con la pierna en alto, apoyada en un almohadoncito, apoyado a su vez en una silla cualquiera. Está menos dolorida ahora, en sentido literal y figurado. Aun así es evidente que las horas le resultan larguísimas, se la pasa haciendo crucigramas, mirando tele y leyendo.
La visité un par de veces en el sanatorio los primeros días. El sábado decidí hacerle una visita a domicilio, a la casa de su madre en realidad, que es donde se está hospedando en este momento. Quemar unas horitas juntas mientras los hijos van a jugar al fútbol en una formidable tarde de sol.
Los nombres de las calles a las que tenía que llegar no me decían nada, pero tenía clara la zona: Buceo, y sabía más o menos por dónde bajarme del ómnibus sin temor a tener que caminar kilómetros.
Me bajé confiada entonces por el cementerio del Buceo. Fui a dar a la puerta del cementerio británico, que queda al lado del cementerio del Buceo. Fue como emerger de una nave espacial. Encontré a un hombre todo vestido de azul, con un cartelito blanco cerca de la solapa: Cementerio Británico. Le hice la pregunta de rigor: cómo llegar a ... Dijo no saber y me derivó con otro hombre también vestido de azul, más joven y con pinta de baqueano, de gran conocedor de esa región de la ciudad. El primer hombre estaba parado en la puerta, el segundo vino del cementerio, caminando unos metros por el césped hasta donde estaba yo. Claro que ubicaba esas calles a las que yo quería llegar. Lo mejor, lo más rápido y fácil era seguir derecho. Cómo era eso de seguir derecho, por dónde. Yo no terminaba de entender bien. Por acá –como si fuera obvio- dijo señalándome una extensión verde cuidadísima, harto prolija, que no era ni más ni menos que el propio cementerio. Ah... Bueno, no era el mejor atajo para una noche tormentosa pero a las cuatro de la tarde con cielo netamente celeste no encontré motivos para descartar la opción que me presentaban. Así que me metí, un poco dubitativa al principio, distendida segundos más tarde, en la casa de los difuntos. Me acordé que allí estaban enterrados muertos queridos, familiares de Augusto, quién sabe por cuál de los senderos. Fue un remanso, contiguo a una avenida bulliciosa donde circulan miles de vehículos. Había flores de colores y unas rosas gigantes color marfil. Caminé y llegué a una especie de templito, techado, con bancos como de iglesia. Lo esquivé, me daba cortedad pasar por allí abajo. Yo estaba allí con otros fines. Seguí un poco más -la paz era indescriptible- hasta que llegué a la salida por la otra calle; había atravesado la manzana. Recorrí la vereda hasta el cordón y crucé la calle. Me acerqué a una casa ubicada en una esquina donde había dos o tres adultos en el frente, con unas sillas de loneta como las que se llevan a la playa. Repetí los nombres de las calles a donde quería ir. Media cuadra para abajo. Flora me había explicado qué timbre tocar, son varias casas juntas y yo nunca había estado allí. La paz se mantenía. Media cuadra más abajo encontré el número de puerta que buscaba. Toqué timbre. Me abrió la madre de Flora. Pasando el portón, a la izquierda, había un mural de Diana cazadora. Evidentemente era una tarde de dioses.
Flora se rió cuando le conté de mi atajo. Me dijo que lo que acababa de pasarme era bien mío. Yo me reí con ganas. Tenía razón, aunque a ella también le pasan cosas inverosímiles en su vida cotidiana, tenemos un anecdotario respetable en más de veinte años de amistad.
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Imagen:
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6 Comments:
Es una zona llena de misterios e historias, los vecinos viejos de por ahí las conocen bien.
Un relato, cienrtamente, misterioso. Será Montevideo, acaso?
Ja...ja...Bien tuyo. ¿A quién se le ocurre pedir indicaciones en la puerta de un cementerio?
Cuando seas viejita voy a ingeniármelas para estar en este planeta y ser un nieto tuyo. Si tenés tantos cuentos ahora, para ese entonces ni se sabe como me voy a divertir.
esquivando el montón de trabajo que terminar, como Ludmilla al templete, me escapé a ver qué había por aquí, ya que hacía tanto que no tenía la serenidad que entendía necesaria para emprender el goce en la lectura...
Por fortuna, o por dádiva de alguno de los Dioses de la tarde relatada, se me ocurrió buscar el acceso al atajo a un precioso remanso en la agitada -y aun larga- jornada.
Gracias por estar ahí, aquí, querida Ludmi.
-Ana y Fgiucich:
La verdad que fue misterioso todo eso, con los días lo veo como la entrada a otra dimensión.
Quién sabe si será Montevideo...
-Ceryle:
Me imaginé que te ibas a divertir, ¡ya me conocés este perfil!
-Yama:
Qué ternura... espero ser una abuela así.
-Nónimo:
Te estás convirtiendo en participante activo y habitual del blog, gracias.
Es lindo eso de pensar que para alguien es importante que estemos aquí y allí.
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