Insomne en Macondo
Perdí la cuenta de las horas que hace que está lloviendo. Son muchas, más de un día completo, en cada minuto no ha dejado de caer gota tras gota, tras gota.
Mi hijo mira por la ventana y me pregunta dónde está la luna. Se escondió. ¿Y el sol? También, al anochecer no hay sol. Debería haber algo colgado allá arriba a la hora de cenar pero no se ve nada, ni una diminuta estrella.
Es como cuando llovía en Macondo. Llovía y no paraba de llover. Me acuerdo de cuando leí Cien años de soledad, estaba en el liceo. Manejaba la edición de Sudamericana, la que tiene la E al revés y esas imágenes como sellos antiguos en la tapa.
La lluvia no vino sola. Hace rato que adquirió el status de tormenta, con unos cuantos relámpagos casi cinematográficos.
Estos episodios climáticos no nos favorecen en nada a los insomnes. Agravan la situación. Intento dormirme a una hora normal. La ilusión dura una hora. Es inútil. Entregada a que por un buen rato ya no voy a dormir me dirijo –como siempre– a la cocina. Me quedó aquello de que la leche tibia adormece, una vil mentira que se repite desde tiempos bíblicos. Igual pongo en el micro la bendita taza con leche, cumplo con una conducta ritual, me la tomo. Hago cosas graves, infames, como por ejemplo, anotar un par de artículos que voy a comprar en el supermercado en una libretita con imán que está en la heladera. Reviso revistas y diarios viejos (siempre hay alguno en la mesada de la cocina), trozos incomprensibles de juguetes de los niños que han ido quedando con la intención de ser reensamblados próximamente. Reparo en unos cuantos objetos que no he tenido en cuenta durante el día, durante varios días.
Vuelvo al dormitorio. Me fijo en los recortes, libros y libretas que se encuentran sobre mi mesa de luz. Escribo este post a las –exactamente– 3:15 a.m. A veces leo. Hoy no. Lo gracioso es que a estas horas insólitas pienso con cuidado qué puedo leer para no desvelarme demasiado, para no darme la chance de ponerme mal, para no entusiasmarme demasiado, para no aburrirme al punto de que no pueda leer más de dos renglones, y ese esfuerzo absurdo en sí mismo no contribuye para nada a mi causa.
Mis pensamientos no se detienen. ¿Qué era lo que pasaba en Macondo durante esas lluvias torrenciales? No me acuerdo bien, hace mucho tiempo que leí esa novela. Tengo el libro en la biblioteca que está en el dormitorio, puedo intentar ubicar el diluvio y salir de dudas. No, no quiero engancharme con eso, una distracción extra que alargaría el desvelo.
La sensación de soledad se hace patente. Todos duermen aquí menos yo. Me miro en el espejo del dormitorio mientras escribo este post, cuaderno en la falda, birome en mano. A estas horas una nunca deja de verse extraña contemplando su propia imagen. Bostezo discretamente más de una vez. Me pregunto cuál es la parte de mí que se niega a ceder.
Mi hijo mira por la ventana y me pregunta dónde está la luna. Se escondió. ¿Y el sol? También, al anochecer no hay sol. Debería haber algo colgado allá arriba a la hora de cenar pero no se ve nada, ni una diminuta estrella.
Es como cuando llovía en Macondo. Llovía y no paraba de llover. Me acuerdo de cuando leí Cien años de soledad, estaba en el liceo. Manejaba la edición de Sudamericana, la que tiene la E al revés y esas imágenes como sellos antiguos en la tapa.
La lluvia no vino sola. Hace rato que adquirió el status de tormenta, con unos cuantos relámpagos casi cinematográficos.
Estos episodios climáticos no nos favorecen en nada a los insomnes. Agravan la situación. Intento dormirme a una hora normal. La ilusión dura una hora. Es inútil. Entregada a que por un buen rato ya no voy a dormir me dirijo –como siempre– a la cocina. Me quedó aquello de que la leche tibia adormece, una vil mentira que se repite desde tiempos bíblicos. Igual pongo en el micro la bendita taza con leche, cumplo con una conducta ritual, me la tomo. Hago cosas graves, infames, como por ejemplo, anotar un par de artículos que voy a comprar en el supermercado en una libretita con imán que está en la heladera. Reviso revistas y diarios viejos (siempre hay alguno en la mesada de la cocina), trozos incomprensibles de juguetes de los niños que han ido quedando con la intención de ser reensamblados próximamente. Reparo en unos cuantos objetos que no he tenido en cuenta durante el día, durante varios días.
Vuelvo al dormitorio. Me fijo en los recortes, libros y libretas que se encuentran sobre mi mesa de luz. Escribo este post a las –exactamente– 3:15 a.m. A veces leo. Hoy no. Lo gracioso es que a estas horas insólitas pienso con cuidado qué puedo leer para no desvelarme demasiado, para no darme la chance de ponerme mal, para no entusiasmarme demasiado, para no aburrirme al punto de que no pueda leer más de dos renglones, y ese esfuerzo absurdo en sí mismo no contribuye para nada a mi causa.
Mis pensamientos no se detienen. ¿Qué era lo que pasaba en Macondo durante esas lluvias torrenciales? No me acuerdo bien, hace mucho tiempo que leí esa novela. Tengo el libro en la biblioteca que está en el dormitorio, puedo intentar ubicar el diluvio y salir de dudas. No, no quiero engancharme con eso, una distracción extra que alargaría el desvelo.
La sensación de soledad se hace patente. Todos duermen aquí menos yo. Me miro en el espejo del dormitorio mientras escribo este post, cuaderno en la falda, birome en mano. A estas horas una nunca deja de verse extraña contemplando su propia imagen. Bostezo discretamente más de una vez. Me pregunto cuál es la parte de mí que se niega a ceder.
8 Comments:
Bueno, Ludmilla, creo que tampoco estaría de más considerar ese otro episodio que aparece el principio de la novela, donde el insomnio comienza a llevarse la memoria de todo el mundo y es preciso colocarle nombres y funciones a las cosas diarias.
Será poco literario, pero es difícil no agradecerle a lo que sea que se deba agradecer la existencia de las píldoras para dormir.
Al menos en mi caso son muchas veces el final sereno y agradecido de un largo domingo.
Saludos despiertos.
¡Es cierto! Me había olvidado de ese episodio.
Acá sigue lloviendo... y hay un viento terrible además.
Son más de la 1 de la mañana.
Tengo mi pastillerito, sí, ¡faltaba más!
No se puede dejar todo librado a los dioses.
En mi familia, el insomnio ha sido graciosamente hereditario. Cuando mi padre, mis dos hermanos y yo vivimos en la misma casa era inevitable que en las madrugadas nos encontrásemos en la cocina.
Des-vestidos en ropa interior charlábamos un rato mientras tomábamos una tacita de leche tibia. Por eso siempre había leche de más en casa, era un insumo indispensable.
En esos tiempos venía mucho a casa Sixta Nicanora, mi abuela paterna a cubrir un poquitito el agujero de madre que tenía el hogar. Ella no sólo era también insomne sino que además era abuela, por lo que cuando estaba, tenía la precaución de desvelarse primero para esperarnos en la cocina con la leche prontita.
reparar en varios objetos
en el silencio de la madrugada,
objetos que adquieren otra significación a esas horas
está bueno
la atención que le prestamos a algunas cosas que se vuelven invisibles.
Confieso culpable que no formo parte de vuestro mundo. Duermo como una piedra y sueño toda la noche con mis actores preferidos. La paso bomba.
Incluso el año pasado hubo un terremoto, salieron todos los vecinos, se rajó la pared y yo ni me enteré.
En mi caso es hereditario también el "gen lechuza" digamos, el insomnio.
Mi madre y mi tío son así. A veces yo llegaba de un baile y me encontraba a mi madre despierta, leyendo en salto de cama, pidiéndome que le contara algo de la fiesta a la que yo había ido.
Qué ternura tu abuela, Yama. ¿Se llamaba realmente así? Porque parece un nombre de un personaje de García Márquez.
Basilia, es cierto, coincido contigo, los objetos en la madrugada se transforman en otra sustancia.
Ceryle, qué lo tiró, te vas a perder estas nuevas dimensiones de los objetos, ¡je! (Algún consuelo tengo que buscar, ¡maldita dormilona!)
De personaje de García Márquez mi abuela tuvo todo. Ella era en sí, extracto de realismo mágico y yo (para que tengas un datito), el menor de sus 23 nietos.
Del tiempo en que compartimos el planeta y sus adyacencias me quedó la huella del malenseñado endémico. Y me encanta.
En tu propia soledad la creaciòn se hace notar y este texto, aunque lleno de melancolìa, se desliza con elegancia. Muy bueno. Abrazos
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