Sésamo ábrete
Estoy sola, encerrada involuntariamente en un baño. Dispongo de mi cartera y de una carpeta donde guardo entre otras cosas un cuaderno. Una amiga me toma el pelo con frecuencia, dice que siempre llevo conmigo algo de celulosa: libro, carpetita, cuaderno o similar. En este caso el acarrear papel y birome ha sido providencial, me permite garabatear estas líneas.
Tenía hora en la dentista. Acaba de mudarse a un edificio más nuevo, moderno, con una cantidad escandalosa de pisos. Demoré bastante en llegar al piso 8, con las restricciones de energía eléctrica funcionan menos ascensores. Toqué timbre. Dos timbres en realidad, por las dudas, no sabía cuál era el indicado. Ella me recibió con simpatía, estaba terminando de atender a una paciente. Le pedí para pasar al baño, hacía rato que había salido de casa y me urgía hacer pis. Entonces, paso al baño, hago pis, me lavo las manos y me cepillo los dientes (no olvidar que estoy en el consultorio dental) y me dispongo a abrir la puerta. No puedo. Reintento. Tampoco hay suerte esta vez. Golpeo la puerta y escucho la voz de mi dentista. Siguen unos cuantos minutos de forcejeo con destornilladores, cuchillos de cocina, risas, nervios, de adentro y de afuera. Nada. Deciden –ella y la paciente– llamar al cerrajero para que resuelva el asunto y me libere.
Me preguntan qué hago y les cuento que estoy escribiendo en un cuaderno. Se abstienen de comentarios pero intuyo que mi actitud les resulta "rara". El experto en cuestión dice llegar en diez minutos. Espero mientras escribo estos apuntes.
He tenido en mi vida dos episodios de encierro involuntario.
He tenido en mi vida dos episodios de encierro involuntario.
Los recuerdo con gracia y un toque de espanto.
Los antecedentes
Ambos pertenecen a la época en que trabajaba en publicidad.
1. Editando un comercial
Estoy en una oficina ubicada en un viejo apartamento del centro de la ciudad. Fui de parte de la agencia publicitaria donde trabajo para editar un comercial. Lo mismo: urgencia fisiológica después de varios decilitros de café, agua y horas frente a los monitores mirando imágenes aceleradas y congeladas. Me dirijo a la "toilette". Lo mismo: no puedo salir. Golpeo. Siempre pasa, escucho la voz de uno de los operadores de edición. Presto, toma un no sé qué (quizás sea otra vez el cuchillo de cocina) y me rescata triunfante. Yo termino de editar lo que falta y me voy.
Pasó un tiempo después de este episodio y en otras oportunidades me sugirieron ir a editar allí. Digo que no, invariablemente.
2. Rodando un video
Voy en representación de la agencia donde trabajo a rodar un video para un cliente fuera de la ciudad. La oferta es tentadora: romper la rutina, tomar aire puro y no estar secuestrado diez horas en la oficina. Hacemos carretera con la gente de la productora escuchando música y charlando hasta que llegamos. Nos asignan un cabañita muy linda como base de operaciones. Dejamos los bolsos. Trabajamos toda la mañana. Hacemos una pausa para almorzar. Volvemos a la cabaña. Yo decido (maldita la hora...) tirarme quince minutos a descansar. Esas microsiestas me resultan altamente reponedoras. Mis compañeros se van. Me acuesto, rendida por el madrugón. Casi enseguida caigo en la cuenta de que la puerta queda trancada si alguien la cierra de afuera; no tengo llave. Pasa un rato (imposible determinar cuánto dura) y yo empiezo a angustiarme, incluso lloro un poco. No encuentro ningún teléfono celular. La cabaña está aislada. Por la ventana veo pasar a uno de mis compañeros, le hago señas como loca, vení por favor te lo pido que estoy encerrada acá. Me saluda sonriente, no entiende nada, sigue de largo. Me siento un náufrago. Me pongo mal en serio. En uno de los bolsos encuentro la gloriosa navaja Victorinox (le debo un reconocimiento especial a partir de esta anécdota), corto el mosquitero de la ventana y salgo, acalorada.
Llega el añorado cerrajero. Conversamos algo, es un tipo joven. De mi lado no hay mucho para hacer. Parece que se rompió una pieza adentro de la cerradura. Forcejeo del pestillo, supongo que con alguna herramienta sofisticada esta vez, es evidente que trajo su valijita. Siguen dos golpes que son un estrépito, me aparto un poco, el baño es chico y no sea cosa de que se derribe la puerta sobre mí. Y se hace la luz, abren la puerta y salgo yo, como un pollito del huevo. Me felicitan por mi entereza, por no haber perdido el control. Les explico que los chistes (míos y de ellos) y las conversaciones me han brindado el apoyo psicológico necesario para sobrellevar el inconveniente. La dentista, que es amiga, me da un beso, nos damos un abrazo solidario. La paciente, gentil, se presenta y se confiesa curiosa por ver mi cara. No puedo evitar contarle a mi rescatador, que efectivamente es un tipo joven, con pelo largo y cola de caballo, mi segundo antecedente de encierro, el de la cabaña. Se ríe, me muestra su adhesión. Promete enmendar la cerradura, por ahora ha quedado el agujero.
La consulta dental era de rutina, solo un control, que anduvo bien.
Los antecedentes
Ambos pertenecen a la época en que trabajaba en publicidad.
1. Editando un comercial
Estoy en una oficina ubicada en un viejo apartamento del centro de la ciudad. Fui de parte de la agencia publicitaria donde trabajo para editar un comercial. Lo mismo: urgencia fisiológica después de varios decilitros de café, agua y horas frente a los monitores mirando imágenes aceleradas y congeladas. Me dirijo a la "toilette". Lo mismo: no puedo salir. Golpeo. Siempre pasa, escucho la voz de uno de los operadores de edición. Presto, toma un no sé qué (quizás sea otra vez el cuchillo de cocina) y me rescata triunfante. Yo termino de editar lo que falta y me voy.
Pasó un tiempo después de este episodio y en otras oportunidades me sugirieron ir a editar allí. Digo que no, invariablemente.
2. Rodando un video
Voy en representación de la agencia donde trabajo a rodar un video para un cliente fuera de la ciudad. La oferta es tentadora: romper la rutina, tomar aire puro y no estar secuestrado diez horas en la oficina. Hacemos carretera con la gente de la productora escuchando música y charlando hasta que llegamos. Nos asignan un cabañita muy linda como base de operaciones. Dejamos los bolsos. Trabajamos toda la mañana. Hacemos una pausa para almorzar. Volvemos a la cabaña. Yo decido (maldita la hora...) tirarme quince minutos a descansar. Esas microsiestas me resultan altamente reponedoras. Mis compañeros se van. Me acuesto, rendida por el madrugón. Casi enseguida caigo en la cuenta de que la puerta queda trancada si alguien la cierra de afuera; no tengo llave. Pasa un rato (imposible determinar cuánto dura) y yo empiezo a angustiarme, incluso lloro un poco. No encuentro ningún teléfono celular. La cabaña está aislada. Por la ventana veo pasar a uno de mis compañeros, le hago señas como loca, vení por favor te lo pido que estoy encerrada acá. Me saluda sonriente, no entiende nada, sigue de largo. Me siento un náufrago. Me pongo mal en serio. En uno de los bolsos encuentro la gloriosa navaja Victorinox (le debo un reconocimiento especial a partir de esta anécdota), corto el mosquitero de la ventana y salgo, acalorada.
Llega el añorado cerrajero. Conversamos algo, es un tipo joven. De mi lado no hay mucho para hacer. Parece que se rompió una pieza adentro de la cerradura. Forcejeo del pestillo, supongo que con alguna herramienta sofisticada esta vez, es evidente que trajo su valijita. Siguen dos golpes que son un estrépito, me aparto un poco, el baño es chico y no sea cosa de que se derribe la puerta sobre mí. Y se hace la luz, abren la puerta y salgo yo, como un pollito del huevo. Me felicitan por mi entereza, por no haber perdido el control. Les explico que los chistes (míos y de ellos) y las conversaciones me han brindado el apoyo psicológico necesario para sobrellevar el inconveniente. La dentista, que es amiga, me da un beso, nos damos un abrazo solidario. La paciente, gentil, se presenta y se confiesa curiosa por ver mi cara. No puedo evitar contarle a mi rescatador, que efectivamente es un tipo joven, con pelo largo y cola de caballo, mi segundo antecedente de encierro, el de la cabaña. Se ríe, me muestra su adhesión. Promete enmendar la cerradura, por ahora ha quedado el agujero.
La consulta dental era de rutina, solo un control, que anduvo bien.
A esta altura son como las dos de la tarde y yo no he almorzado. Decido comprarme un merengue de groseras proporciones, relleno de dulce de leche con las puntas bañadas en chocolate de cobertura. Lo merezco.
Imagen:www.ignorancia.org/images/personal
Imagen:www.ignorancia.org/images/personal
8 Comments:
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
Perdón por eliminar el comentario, sé que es feo, pero tenía un error imperdonable. Va de nuevo:
En el aparador del living de la casa de tía Blanca había un juego de Matriushkas rusas. Eran divinas, y me las prestaba para jugar. Yo pasaba horas jugando con ellas. Me fascinaban el sistema y los colores. Aquella combinación de oro viejo con rojo sangre y amarillo huevo que logró el pintor original estaba enriquecida por la mano de magia que le pasó el mucho tiempo al sol de la ventana. A mi me gustaba jugar a ser el mas pequeño de los personajes (los sicólogos dirán), me sentía protegido, con cierto permiso a la diablura, cierto perdón, no sé.
La cuestión es que ese “era yo” hasta que una noche soñé que yo mismo (pero persona) pegaba con cinta adhesiva la unión de la Matriushka mayor con todos los demás adentro. Sentí terror. Me puse a patalear, a gritar, a gritar, a gritar…, hasta que vino mi vieja y me despertó, me dio unos besos, me pasó la mano por el pelo, y me colocó el termómetro bajo el brazo. Tenía 39 y medio, volaba de miedo.
Al margen: La última vez que fui a BsAs. tomé una foto al infinito de reflejos que se forma cuando dos espejos se enfrentan. Me dió trabajo lograr no aparecer reflejado nunca. Fue en uno de los baños del Buenos Aires Design, en Recoleta, y está muy curiosa. Tengo algo de raye con lo que esta adentro de lo que está adentro no?, se acuerdan de mi mención al envase del pulidor Bao?, siempre pienso en esas cosas como el catalejo, las antiguas antenas de las radios a transistor…, que se to…, ¿no habré sido canguro en otra vida?
Besos y saludos para todos.
en el artículo anterior donde se lee "que se to...", debe leerse: que sé yo...
disculpen.
Sí Mónica, yo creo que hay algo de nuestra persona en todo esto. Por algo nos suceden estas cosas, no sé a quién o a qué atribuirlo pero suceden. Desde cierto ángulo lo veo así: en el fondo, aunque algunos de nosotros seamos madres o padres, queremos seguir siendo Hijos, nos gusta y necesitamos ser cuidados por otros.
Las muñecas rusas tienen lo suyo, siempre me impactaron, una mezcla de fascinación y misterio insondable. El jugar a ser el más chiquito quizás tenga que ver con lo que comentó Mónica y lo que escribí yo ahora, ¿no?
¿Cómo eran las antiguas antenas de las radios a transistor? Esa clase falté...
Deberìas estudiar cerrajerìa. No te parece? Abrazos.
Retráctiles, al extenderlas iban saliendo los tramos uno de adentro del anterior cada vez y hasta el último, y al retraerlas lo contrario.
Estimadísima Doña Mónica con Jotas, dilemas con la maternidad que le voy a decir..., mi vieja murió siendo yo un niño, y la creación es mi vida. Usted es atenta lectora y por demás perspicaz, una visitante así me gustaría para mi blog.
Así que si le gusta entrar a estos antros la invito a que se de una vueltita por www.yamanducuevas.blogspot.com, será un placer recibirla.
Beso grande.
Sí, yo pensé lo mismo, la lectura de MJ fue fina.
También me gustó lo de la cerrajería, muy fresca. Y al joven lector, bienvenido, no sabía que le gustaban estas cosas.
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