sábado, octubre 13, 2007

De qué está hecho un ascensor


Era la hora pico de la mañana hogareña. Yo, apurándome para no llegar tarde al trabajo, cepillándome los dientes a toda velocidad, tratando de convencerme frente al espejo de que al fin y al cabo hay otras personas que también salen así, impunes, con cara de dormidos a la calle.

Mi hija terminando de vestirse para ir la escuela. Las dos atareadas en el baño, ella peinándose. Y ahí me zampó la pregunta sin preámbulos, algo así como a las 8 y diez a.m.: ¿De qué está hecho un ascensor?

Bueno... pregunta difícil si las hay... Para salir del paso, más que contestarle de qué estaba hecho un ascensor atiné a escaparme por la tangente diciéndole qué materiales tenía un ascensor. El de acá, el del edificio, tiene hierro, metal, mármol en el piso, plástico en los botones que indican los pisos (es viejo el ascensor este...). ¿Qué es hierro? Algo duro, un metal duro. Ah. Pero, ¿de qué está hecho, qué más tiene? A esa altura yo ya había largado el cepillo dental en la pileta y casi le derivo la pregunta a su papá; aun así estuve dispuesta a defender mi honor y no hice la transferencia fácil. Le hablé de cadenas, de mecanismos que hacían que subiera y bajara, de las puertas de metal, de la ventanita rectangular de vidrio que tenía para poder ver de adentro hacia fuera y viceversa. Pareció satisfecha, o al menos no siguió con las preguntas complicadas; eso ya es bastante.

Fui yo la que no quedé satisfecha. ¿Qué carajo es un ascensor? Han intentado humanizarlos, desenfriarlos y el resultado es nefasto. Me causan mucha gracia esos ascensores que hablan con voz importada y solemne: “Este ascensor baja”. Sí, ya sé que baja... Es terrible. Un enlatado soso que hasta mete miedo.
Cuando era chica tenía una amiga que vivía en el mismo edificio que yo, en el piso 9. Si venía alguien en el ascensor, en una de las cuatrocientas bajadas y subidas que hacíamos en el correr del mes, tratábamos de no subir. Subíamos si el micro viaje lo hacíamos solas. Nos tentábamos si había gente. Nunca supe bien por qué, nos matábamos de risa. Yo era peor que ella, me salían carcajadas sin motivo, que trataba de contener y casi nunca no lo lograba, obvio. Lo peor es que con mi hermana todavía me puede llegar a pasar esa tentación irresistible en un ascensor, ella trabaja en un piso 14... nada más ni nada menos. Empiezo yo y ella se contagia y después que se ríe me trata de boba. Uno de los posibles escapes es hablar, hablar, no parar de hablar de asuntos intrascendentes como si te fuera la vida en eso. Muchos hacen esto en los ascensores, más las mujeres que los hombres, tampoco sé por qué. Despliegan –generalmente entre dos personas, no más- una conversación anodina con referencias incomprensibles para todo aquel que no sea ellos.

Otra cosa que siempre me intrigó del vínculo efímero que se establece en un ascensor es la gente que te dice “gracias” cuando se baja. ¿Gracias por qué? ¿Por la compañía? ¿Por apretar el botón del piso adonde iba? (A veces ni siquiera hiciste eso y te lo dicen igual).

Queda claro que siempre hay una especie de incomodidad en unos instantes que parecen eternos. Subyace la sensación de que es un trance y que entonces debe pasar cuanto antes. Como un pinchazo.

Claro, está también el lado erótico de los ascensores, explotado hasta el cansancio en películas, libros y comerciales. El manoseo desenfrenado en un cubículo. Bueno, todo un tema que quedará para otro post.
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Imagen: http://imagecache2.allposters.com/images/pic/adc/10100809A~Elevator-Posters.jpg