viernes, junio 22, 2007

Colores verdaderos

El juez Kristóf Kömives llega a su casa con su mujer. Es de noche, los niños ya se han ido a dormir. Trude, “un miembro más de la familia”, les abre la puerta. Con signos de exclamación, en tono asustado, dice “¡Hay un señor que está esperando al señor juez!” No tuvo más remedio que dejarlo entrar.

Trude tiene una fijación con los colores. Cuenta a los niños historias sobre un ciervo azul y sobre unos hombrecitos que viven en el fondo del mar. Estas “visiones” le valen el desprecio de Hertha, la Sra. Kömives. Pero los niños disfrutan de estas extravagancias, si cabe llamarlas así.

En realidad “no se sabe a qué responde esa extraña asignación de colores”. En sus cuentos, “cada animal tiene un color”: el oso, por ejemplo, es rojo oscuro. Los hijos del abogado “escuchan emocionados sus historias y sus visiones y las completan a su gusto”.

Esto lo cuenta Sándor Márai en Divorcio en Buda, al comienzo del capítulo 11. (1)

Sospecho que esa asignación de colores nada tiene que ver con el color real. Puede haber osos de color rojo oscuro pero no está ahí el meollo de la cuestión. Un caballo marrón puede ser gris plata. Una mujer alta de color celeste cielo. O quizá el color de un mismo ser cambie, como parece cambiar a veces el color de los ojos.

To show your true colours, expresión en inglés que me gusta mucho. Mostrar tus colores verdaderos, revelarte como realmente sos, desplegar tu verdadera esencia. Si la etimología de la palabra persona se asocia a máscara, entonces es probable que en principio no demos a conocer nuestros verdaderos colores; éstos afloran en circunstancias particulares. Lo que me gusta de esta expresión es que no tiene necesariamente connotaciones negativas. I see your true colors shining through... that’s why I love you… cantaba en los 8Os Cindy Lauper (2). Está claro que “mostrar la hilacha” no es lo mismo. No tiene poesía, además se usa cuando alguien que parece bueno resulta ser malo, cuando el lobo se saca la piel de cordero.

Arthur Rimbaud le adjudica colores a las vocales en Voyelles. (3)

A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul, así empieza el poema.

He aquí su visión de la U:

U, ciclos, vibraciones divinas de mares verdosos,
paz de pastos sembrados de animales, paz de arrugas
que la alquimia imprime en las grandes frentes estudiosas;


Es probable que una misma vocal no tenga el mismo color en otro idioma. ¿Será lo mismo la U en francés que la U en español? No creo. El color asignado a cada ser vivo o a cada vocal humanizada, ¿será el mismo para todas las personas? Aun habiendo diferencias, puede que haya cierto consenso, que la mayoría piense que a tal vocal le corresponde tal color.

Estas disquisiciones -y puede que otras aun más inútiles- me surgieron cuando leí el pasaje de Sándor Márai. Es un capítulo clave el número 11, pero este detalle de los colores no interesa en la historia que cuenta el húngaro.

Con mi hija armamos un libro. Armamos más de uno, pero el del año pasado fue el primero, de ahí su valor. La anécdota partió de una botella de plástico vacía de medio litro que nos habían pedido decorar hasta convertirla en un personaje por el Día del Madre. De ahí surgió una narración oral que pasó después al papel. Princesas, coronas, príncipe, baile, historia de amor. La protagonista le decía a su enamorado (lo reproduzco textual): “Siempre te diré los colores de mi corazón”. Escucharla decir este pensamiento me valió una emoción inmensa, que renuevo de vez en cuando como lo estoy haciendo ahora.


Quien espera al abogado en su casa, esa noche, frente a una ventana, es Imre Greiner, médico. A Kristóf su “rostro le resulta familiar, como todo lo que llega desde los míticos tiempos de la juventud, y al mismo tiempo terriblemente extraño”.

En determinado momento, Trude cae en una de sus visiones, Hertha la hace volver a la realidad bruscamente. “Un minuto más en ese estado emocionado y febril, y lo habría contado todo sobre aquel señor; habría definido su color, un color entre azul y verde, y habría añadido que a ese señor extraño lo espera un canguro en el patio del edificio, pero eso no conviene que lo sepa nadie porque podría ‘despertar rumores entre los vecinos’”.


Notas


(1)
Márai, Sándor. Divorcio en Buda. Ed. Salamandra. 2001.


(2)
Para los nostalgiosos, la letra de True Colors de Cindy Lauper está en:
http://www.lyricsdomain.com/3/cindy_lauper/true_colors.html


(3)
El original francés:

U, cycles vibrements divins des mers virides,
Paix des pâtis semés d’animaux, paix des rides
Que l’alchimie imprime aux grands fronts studieux;

El texto completo está en:
http://www.mag4.net/Rimbaud/poesies/Voyelles.html

Hay una traducción al español en:

http://www.textosentido.org/textosentido/invitados/rimbaud.html

Me llamó la atención la palabra virides. Resulta que no es francés, es latín.
Aparentemente se traduce por "verde". Encontré la frase lacerta virides terga, lagartos verdes en la espalda.
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Imagen: rosa rainbow.

lunes, junio 04, 2007

Papá Noel durmiendo en el Polo Norte


Si desayunamos, llegamos tarde. Decido que no desayunemos, aunque me pese. Salgo con mi hija de mañana temprano para ir a la mutualista. Tenemos consulta con el pediatra para que nos dé el famoso "pase" para que después nos atienda otro especialista.

Queda cerca, a dos o tres cuadras de casa. Me desperté sola, el despertador no sonó porque el día anterior se desenchufó y cuando arreglé la hora la puse mal, puse p.m. en lugar de a.m.... A esta altura da igual, las dos estamos más o menos despiertas y el camino me lo sé de memoria. Caminamos rápido y mi compañera protesta, claro, porque el alcance de sus pasos no es el de los míos. Sí, sí, tenés razón, ya llegamos.

Llegamos. Hay poca gente en la sala de espera. Mi hija saca la libretita y el lápiz que llevó. Se pone a dibujar y a hacer letras formando palabras. Tiene cinco años y está entusiasmada con leer y escribir. Nos llaman, pasamos al consultorio bastante rápido. Guardo libreta y lápiz en la cartera. Le explico al médico el motivo de la consulta. Me entiende. Con una sonrisa de triunfo, logro hacerme del famoso papelito rosado, mi salvoconducto para llegar a la especialista. Mi hija se queda contenta, el pediatra le regaló una paletita de madera.

De ahí a las ventanillas donde se solicitan números y se pagan órdenes, tickets, análisis y todo aquello por lo que uno no debería tener que pagar. Consigo un número para que la especialista nos atienda ese mismo día, esa misma mañana, ahorita nomás. ¡Uf! Menos mal, así no perdemos otra mañana, de clase ella y de trabajo yo.

Vamos raudas a otra sala de espera. Poca gente también esta vez, es alentador. Me pide la libretita de espiral. Se la doy junto con el lápiz. La abre y se pone a dibujar. Me río leyendo lo que alguien intentó escribir en inglés para que figurara en cada hoja de este productito de celulosa Made in Taiwan. Tiene una clara intención poética la frase, algo así como una expresión de libertad, pero la sintaxis no tiene sentido, o quizás esté inspirada en el cantonés. Igual le transmito a ella la idea, en definitiva eso es lo que cuenta.

Pasa un rato y no sale nadie del consultorio. Me tranquiliza saber que hay personas adentro, por lo menos dos; veo la vaga silueta de sus piernas a través de un sector de la pared que está hecho de ladrillos de vidrio.

Al lado de nosotras hay una pareja un tanto despareja. Si no los estuviera viendo juntos nunca se me hubiera ocurrido juntarlos. Es la combinación que resulta rara porque vistos por separado ella y él son dos tipos convencionales. Noto que mi hija se empieza a aburrir y tengo un mal presentimiento. La mujer me mira con cara amable, de qué rica la nena y yo asiento. Reviso mi cartera a ver qué encuentro. Una birome azul. Nos viene al pelo porque así al lápiz gris se suma un color más, y ahí ella pinta la pollerita de la niña que dibujó y otras cosas. Me pregunta cuánto falta para que nos atiendan. Poco, falta poco. Al cabo de unos minutos -¡horror!– se le empiezan a terminar las hojas a la libretita. De nuevo el recurso de buscar en mi cartera a ver qué sale. Sale un par de hojitas que tengo en la agenda para hacer apuntes. Automáticamente se transforman en papel de dibujo y escritura. Decoradas las dos hojitas no quedan dudas: está aburrida. Camina por la sala. Mira a la gente que está sentada. Veo que hay un par de niños por ahí y con ingenuidad le digo que quizá pueda hacerse algún amigo allí, conversar. Pero no, no hay esperanzas, están en otra sintonía. Ella lo sabe mejor que yo, ni siquiera lo intenta. Algunos adultos le sonríen, otros no se percatan de su presencia. Pasa un nene un poco más grande, se agacha, mueve los brazos y dice: "Spiderman. Spiderman 2." Una gordita que está sentada en frente de mí le aclara a su hija adolescente de nariz perforada: "El hombre araña." Adivino la expresión de la hija; por respeto no las miro, tengo miedo de tentarme.

El aburrimiento se ha quintuplicado. Yo también estoy soberanamente aburrida. Salieron los que estaban en el consultorio y entraron otros pero ya estoy resignada a que la cosa vaya lenta.

Le muestro a mi hija dónde está el baño, allí cerca. Va a sonarse la nariz, por sonarse nomás. Camina por la sala, que es lo que haría yo si no estuviera tan cansada. Le ofrezco que se recueste en mi falda y duerma. Accede, se acomoda para un lado, para el otro, habla, habla, se acomoda para el único lado donde no se había acomodado y dos segundos después abandona la idea de dormir.

Va otra vez a sonarse la nariz. Vuelve y se acerca a decirme un secreto. Me pregunta si puede practicar allí la rueda de carro. Claro, hay más espacio libre que en el living de casa. Le digo que no, que cómo se le ocurre. En el fondo no es mala idea, dejaríamos de aburrirnos todos viéndola hacer su pequeña demostración de gimnasia olímpica.

Escucho por enésima vez que me pregunta cuándo vamos a entrar nosotras. Bueno, falta que pasen estas dos personas y cuando salgan ellos pasamos. Esta respuesta la conforma más que el falta poco, es lógico.

Tengo que inventar algo, por ella y por mí; la espera se ha vuelto insoportable. Ya sé. Le digo que vaya a ver las láminas que hay por allí cerca, en el corredor y que me cuente cómo son. Le gusta la propuesta, va enseguida. Vuelve. Dos niñas y unas rosas. Qué lindo. Descubre un poster de esos que tienen animales y que sirven para medir la estatura, parecido a uno que tenemos en casa. La mido y calculamos aproximadamente hasta dónde llega su hermano. Vuelvo a sentarme en mi silla. Me viene un sueño atroz. Ella sigue investigando lo que cuelga de las paredes, me quedo tranquila porque la escucho del otro lado del pasillo. Vuelve. ¿Qué más viste? Papá Noel durmiendo en el Polo Norte, me contesta. Se sonríe y yo desconfío. No me da para levantarme. En pocos segundos la curiosidad puede más y el aburrimiento –sobre todo el aburrimiento­- también. Me paro y le pido que me muestre dónde está eso. Me señala una lámina. Es un paisaje solitario en tonos de gris. Aun así transmite una sensación positiva y pacífica. Dan ganas de estar allí, de hacer una visita al menos. Puede ser un desierto o una zona de hielo, no está del todo claro. Es de noche, se ve por lo negro del cielo. Creo que hay una luna en semicírculo. Y un rancho en el medio del camino, un ranchito aislado, rústico. Yo diría que tiene tablones de madera. En el ranchito se ve un pequeño rectángulo blanco. Pegado a ese rectángulo blanco hay otro rojo. Los únicos toques de color. Sí, claro. Papá Noel durmiendo en el Polo Norte.

Volvemos a la archiconocida sala. No tenemos que esperar casi nada. Nos llaman enseguida. Estamos cinco minutos, tal vez seis o siete en el consultorio. Marcha muy bien la consulta. Todo en orden. Agradezco, saludamos. Nos ponemos los abrigos. La médica me pregunta si hay más pacientes y le digo que sí, uno más. Respira hondo, toma coraje. Salimos al corredor. Me desvío un poco y miro de refilón el cuadro del ranchito.
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Imagen: dalequedale.com/media/blogs/viajes/elpolonorte1.jpg

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