lunes, mayo 15, 2006

La distancia es un estado de ánimo

Ciertos sabores pueden evocar momentos felices. Las asociaciones son personales, arbitrarias, desaforadamente subjetivas.
Siempre me acuerdo de la famosa magdalena de Marcel Proust, del pasaje que aparece en su extensa, prolongadísima novela À la recherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido). Dicen que Proust regresó un día a su pueblo natal y, como cuando era pequeño, pidió magdalenas para desayunar. Al entrar en contacto con la primer magdalena, el sabor de ésta le evocó mágicamente los recuerdos de su infancia. Y cuentan que este fue el motivo que lo impulsó a escribir À la recherche du temps perdu.
(Adjunto al final del post un fragmento de este renombrado pasaje, el original en francés y su traducción. Vale la pena leerlo o releerlo.)

La mermelada de sauco me recuerda los madrugones en un hotel de Cusco, los desayunos a horas tempranas para salir a esperar el tren que nos llevaría a las ruinas históricas. El pan casero, la mermelada de sauco, el primer sol que se colaba por la ventana, los techos rojizos, la modorra que invade en esas circunstancias a personas como yo –básicamente noctámbulas- cuando nos obligamos a levantarnos demasiado temprano.
Los pastelitos fritos de jamón, huevo duro y anchoas me retrotraen a la casa de mi abuela y a mi primera infancia. La cocina era grande y cuadrada con una despensa donde guardaban todo tipo de conservas. El juego era robar pastelitos calientes.

Los sabores especiales traen a la superficie recuerdos que no parecen disponibles. Que no están en la orilla sino mar adentro. El botín del cofre que descansa en el lecho oceánico.

Me di cuenta que con la distancia y los amigos pasa algo similar. El amigo está cerca. El amigo es cerca. La distancia no está. Se mantiene escondida. Escondida y retraída, a veces. Escondida y agazapada, otras veces.

La distancia tiene que ver con un estado de ánimo. Mientras escuchaba a Enrico Rava y a Stefano Bollani en el teatro tocando jazz la distancia con los seres queridos era un puntito en el cielo. Me invadía una sensación de libertad, de barreras derribadas, de exultación y plenitud. Me sentía en armonía con el universo. La distancia entonces, es un estado de ánimo.

El sábado estuvo de visita mi amigo V. Estuvo en un congreso en Buenos Aires y cruzó el río para visitarnos, una estadía relámpago que duró poco más de un día. El domingo de mañana volvería a Buenos Aires, allí se tomaría el avión para regresar a su país.
En cuanto llegó intercambiamos regalos y conversamos como siempre, riéndonos a carcajadas, a pesar de los años que hacía que no hablábamos personalmente. La distancia hacía agua, se perdía, equivalía a un solo byte en una computadora. Fuimos con él a pasear, a comer, a tomar, a hacer visitas. Descansamos un rato y otra vez: a pasear, a comer, a tomar, a hacer visitas. La distancia era una uña de piojo.
El domingo de mañana se fue. Lo acompañamos con su valija hasta que hizo sus papeleos para poder partir. La figura agazapada –la distancia- se asomó sin timidez. Creció y se plantó allí, donde estábamos nosotros. Se dejó ver, tomó cuerpo a plena luz del día. De golpe aparecieron cadenas de montañas, océanos, círculos polares, años luz. Las barreras se volvieron a erguir. Las risas se callaron y un silencio breve nos pateó la cara. El estado de ánimo había cambiado para dar paso a algo sombrío. La distancia tenía la superficie de la Amazonia. Seguía siendo un estado de ánimo, otro muy distinto al anterior.

Hoy me compré magdalenas. No conseguí en el almacén de la esquina, tuve que ir hasta el supermercado. Me preparé café, amo el café. Quise sentir lo que Marcel Proust –el sabor que evoca un buen recuerdo- pero no dio resultado. Como dije al principio las asociaciones entre sabores y recuerdos son personales. La magdalena le funcionó a Marcel, no a mí. Como dice el escritor, busqué “llenarme de una esencia preciosa”, dejar de “sentirme mediocre, contingente, mortal.” Quise cambiar el estado de ánimo, pasar a otro mejor, para olvidarme así, otra vez, de eso que llamamos distancia.



-Marcel Proust. À la recherche du temps perdu. Du côté de chez Swann. 1913.
II y avait déjà bien des années que, de Combray, tout ce qui n'était pas le théâtre et le drame de mon coucher, n'existait plus pour moi, quand un jour d'hiver, comme je rentrais à la maison, ma mère, voyant que j'avais froid, me proposa de me faire prendre, contre mon habitude, un peu de thé. Je refusai d'abord et, je ne sais pourquoi, me ravisai. Elle envoya chercher un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblent avoir été moulés dans la valve rainurée d'une coquille de Saint-Jacques. Et bientôt, machinalement, accablé par la morne journée et la perspective d'un triste lendemain, je portai à mes lèvres une cuillerée du thé où j'avais laissé s'amollir un morceau de madeleine. Mais à l'instant même où la gorgée mêlée des miettes du gâteau toucha mon palais, je tressaillis, attentif à ce qui se passait d'extraordinaire en moi. Un plaisir délicieux m'avait envahi, isolé, sans la notion de sa cause. II m'avait aussitôt rendu les vicissitudes de la vie indifférentes, ses désastres inoffensifs, sa brièveté illusoire, de la même façon qu'opère l'amour, en me remplissant d'une essence précieuse : ou plutôt cette essence n'était pas en moi, elle était moi. J'avais cessé de me sentir médiocre, contingent, mortel. D'où avait pu me venir cette puissante joie ? Je sentais qu'elle était liée au goût du thé et du gâteau, mais qu'elle le dépassait infiniment, ne devait pas être de même nature. D'où venait-elle ? Que signifiait-elle ? Où l'appréhender ?


chefsimon.com/madeleine.htm


-Marcel Proust. En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swann.
Hacía ya varios años que, de Combray, no existía para mí más que el escenario y el drama de acostarme, cuando un día de invierno, al verme entrar en casa, mi madre vio que tenía frío y me propuso que tomara, contra mi costumbre, un poco de té. Al principo no quise, y no sé por qué cambié de opinión. Mandó a buscar uno de esos dulces compactos y abultados llamados magdalenas que parecen moldeados en la valva estriada de una concha de Saint Jacques. Y maquinalmente, abatido por la sombría jornada y la triste perspectiva del día siguiente, me acerqué a los labios una cucharada del té donde dejé ablandarse un pedazo de magdalena. Pero en el mismo momento en que el sorbo mezclado con las migas del dulce rozó mi paladar, me estremecí, atento a lo que de extraordinario ocurría en mí. Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin la noción de su causa, que volvió indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma manera que obra el amor, llenándome de una esencia preciosa; o, más que venir a mí, esa esencia era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde procedería aquella intensa alegría? Sentía que iba unida al sabor del té y del dulce, pero que lo rebasaba infinitamente, no debiendo ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Dónde aprehenderla?

foro.univision.com/univision/board/message?board.id=literatura&message.id=8996


-Ilustración
Pueden verse figuras diferentes según la distancia a la que se mire el dibujo.

ac-grenoble.fr/ episdor/classes/cm2-cm1

sábado, mayo 06, 2006

De frutas y números

Voy a la feria desde que era una niña. Acompañaba a mi madre o a mi abuela. Ellas se conocían a los feriantes, al puestero padre y al puestero hijo, al sobrino que también atendía el puesto y estaban al día con quiénes habían tenido familia en los últimos meses. Muchas veces me encontraba con mi tía abuela (hermana de mi abuela), una mujer entrañable, maestra de primer año. Tengo viva la imagen de ella haciendo cola en el camión donde vendían fiambres, mi alegría inmediata, el salir corriendo hacia ella para buscar su abrazo, un abrazo tibio de manos grandes que podía durar minutos.
Había días en que mi madre protestaba por las malas condiciones en que estaba la verdura. Eso a mí me daba mucha vergüenza, miraba para otro lado y me ponía nerviosa. El bochorno era mío, mi madre entendía el pataleo como un justo derecho suyo y los feriantes se sonreían y asumían su responsabilidad sin chistar.

Sigo yendo a la feria una vez por semana. A veces me acompaña mi hija, cuando no hace mucho calor ni mucho frío, esas son sus exigencias. Le fomento este paseo. La convidan con queso, con ricota, con pasas de uva. Hace poco, una de las veces en que me acompañó, me dijo que quería pagar ella, que yo le diera la plata; ya no se conforma con ser escolta. Yo estudio in situ el estado de vegetales y frutas, la dureza de las manzanas, la blandura de los zapallitos. Leí una vez en un libro inglés para solteros (y pude comprobarlo yo misma) que si sos capaz de hacer un nudo marinero con las zanahorias quiere decir que están viejas. El tomate que se anuncia como “para salsa”, ya está en realidad en estado de salsa, ni siquiera se necesita prepararla.
Este jueves compré berenjenas; siempre me parecieron graves, de chica no me gustaban. Impone el color violáceo. Ahora mato por comerlas a la milanesa, al horno. En cambio las bananas (siempre compro) son simpáticas, inocentes como el cacao. “Ser bueno como una rodaja de banana”. Podía sentirse el perfume de unas mandarinas abiertas, expuestas en su carne. No me animé a comprar, se veían un poco verdes a pesar del perfume. Las espinacas estaban medio raquíticas. Pero las acelgas te hacían señas, eran difícil elegir cuál llevar. El coliflor y el brócoli están hechos de arbolitos, logré convencer a mis hijos de eso y se los devoran encantados, a veces camuflados en buñuelos.
Me detuve también en el puesto de “ramos varios”, ese donde venden aceite, gelatina, huevos, almidón de maíz y unas cuantas cosas más que uno no sospecharía que pueden vender allí y que llegan a caber en ese espacio.
Al lado de ese puesto hay un camión donde venden chacinados. A ellos les encargo las hamburguesas para los cumpleaños de los niños. Ya me conocen. Me saludan. “Los muchachos”, así se llama la fiambrería ambulante. Hice mi pedido y pagué 130 pesos. El “muchacho” que me atendió me contó que hay un cliente de otro puesto que cada vez que va intenta adivinar cuánto pesa el pedazo de queso que va a llevar. La última vez acertó, creo que eran 630 gramos. Parece que el quesero y el adivino pusieron plata y le jugaron al número en cuestión y acertaron. En el puesto de frutas y verduras yo pagué 132, y en el de aceite 131. Llamé a una amiga, veterana experta en juegos de quiniela, me explicó cómo era la historia y jugué. Ella había hecho ese día o el día anterior la misma jugada que yo, o casi. Al día siguiente no fui hasta el kiosco donde había hecho mi jugada, a mirar el pizarrón para saber si había acertado algo. Sé que es tonto pero me da un poco de vergüenza que alguien del barrio me vea espiando los números, un poco como lo que sentía cuando mi madre criticaba las papas que no estaban en su punto.

martes, mayo 02, 2006

Textos fuera de contexto



Hay cosas que parecen existir solamente en cierto momento del día. Y personas que parece que sólo pudieran verse a determinada hora.
Nadie piensa en una prostituta a las diez de la mañana haciendo cola en la caja de un supermercado para pagar un botella de hipoclorito.
El empleado de la carnicería, además de anteojos y túnica blanca también tiene novia (vive en el barrio) y un par de piernas que nunca se ven. Me saludó de noche, hace poco tiempo, mientras iba caminando por la vereda, a unos metros de casa. Yo no lo reconocí en un primer momento, a pesar de que siempre me jacto de ser fisonomista y reconocer a todo el mundo. Me disculpé, es un tipo simpático, con buena onda. Me sentí tonta.
El meteorólogo que explica el estado del tiempo se muestra de cuerpo entero, amparado en un mapa gigante como telón de fondo. Los que leen las noticias son “bustos parlantes”. Eso nos decía un profesor de semiótica y tenía razón. Se supone que están vestidos también de la cintura para abajo, que llevan puestos zapatos, que nadie les ha amputado nada. Me acuerdo una vez que fui de visita a un canal de televisión a la hora del informativo. Yo tendría en aquel entonces unos dieciocho años. Uno de los informativistas estaba de jeans y zapatos deportivos. Para salir al aire se puso una corbata y un saco. Parecía una de esas muñecas de cartón a las que uno le recortaba la ropa de papel y las vestía.

Aclaremos, una cosa es lo que no se ve y se supone que está. Otra cosa es ver algo como a deshora y fuera de contexto. Me refiero a imágenes como la de la prostituta o el carnicero.


La semana pasada tuve que conseguir libros para un curso que estoy haciendo. No son libros que se consigan en librerías convencionales. Digamos que no forman parte de los best-sellers del 2006, las primeras ediciones salieron a la venta hace decenas de años. Decidí recorrer Tristán Narvaja, la calle de las librerías por excelencia, donde se venden libros nuevos y sobre todo usados. Era una día de semana, a una hora temprana de la tarde. Me sentía en infracción caminando por la calle buscando libros a esa hora, se supone que pasados los veinte y tantos años uno debe estar trabajando en ese momento del día, ¿no? Si hubiese tenido una peluca me la hubiese puesto, lentes negros, ropa oscura. Un caminar apurado y sigiloso, como disimulando algo. Sin poder sacarme de encima ese absurdo sentimiento de culpa entré a varias librerías. En la mayoría me dijeron que los títulos que necesitaba podían estar en dos o tres estantes precisos. Podía buscarlos yo misma. Una de las personas que me atendió me alcanzó un banquito ratón para que estuviera más cómoda revisando los anaqueles que estaban casi a ras del suelo.
Era un goce. Estoy segura que una parte considerable de mi adrenalina se debía a eso, a estar haciendo algo que estaba como fuera de contexto. Los libreros estaban fuera de contexto para mí. Yo los veo de mañana, los domingos, en la Feria de Tristán Narvaja. O en las librerías pero a otra hora del día, sobre el final de la tarde, al mediodía quizás. Los sábados en la mañana. Puedo imaginarlos fuera de la librería y de la feria, en un boliche, por ejemplo, tomando una cerveza en una noche calurosa. Leyendo sin parar en una habitación cualquiera. Todos fueron amables conmigo, a excepción de dos que sin decirlo me trataron de boba porque yo había entrado sin mirar a su habitáculo y no me había dado cuenta de que era una librería especializada y que por tanto era seguro que no iba a encontrar lo que buscaba (novelas, poesía y algún libro teórico). Entré y salí de varios negocios. Leía el lomo o la tapa del libro, a veces tenía que abrirlos para saber qué eran porque habían sido reencuadernados o se había borrado el nombre. Estornudé un montón de veces.

Sucedió algo curioso, además de esa contextualidad rara a la que me refiero. Había un tipo que seguía mis pasos. O yo lo seguía a él, no podría decirlo con exactitud. Paré la oreja cuando lo escuché hablar con el primer librero que vi. No fue el del banquito, fue otro. Resulta que este joven estaba haciendo entrevistas (creo que para alguna Facultad) sobre libros esotéricos o algo así. Era un poco esotérico él también. Aumentaba la rareza que yo ya sentía. Yo salía de una librería, entraba a otra y él ya estaba ahí formulando sus preguntas. A veces sin querer yo le ganaba de mano y era él quien irrumpía después que yo. En una de esas salidas y entradas nos cruzamos, pude ver su cara con cierta claridad, casi lo saludo pero no me atreví.

Cada librero me sorprendía un poco. Casi todos usaban lentes, sin importar la edad y el estilo. Sentí que me entendían a pesar de que mi pedido era algo indefinido y estaba –reitero- fuera de contexto. No era el último libro de Harry Potter. Tampoco A sangre fría (lo vi en una vidriera y supongo que se debe estar vendiendo bastante a raíz de la película Capote).
En esa tarde extraña, fuera de lo terrenal, lo que me trajo más de una vez a la realidad fueron los estornudos. Mi periplo fue satisfactorio, logré un botín suculento. Tres libros, usados y en buen estado. Encontré el que más quería encontrar: Madame Bovary editado en francés.