martes, abril 17, 2007

Flores rosas


Él me aborda con un ramo de flores rosas. Yo acepto el regalo con una complacencia tímida.

Preparo café en la cocina mientras él me espera en el living. A distancia, las preguntas y respuestas de rutina hasta que por fin pasa el agua por el filtro. Sirvo dos jarros oscuros y los llevo humeantes -uno en cada mano- hasta apoyarlos sobre un tapete de bambú en la mesa baja de la sala. Allí reposa en la luz de la tarde la bailarina tallada que me regalaron en Marruecos.

Los dos tomamos el café amargo, sin azúcar. Se sorprende de que yo recuerde ese dato pero no comenta nada, sonríe para sí. Me mira de pronto sin tapujos, se pone serio: me doy cuenta de que me sigue viendo linda. Me sonrojo, como una niña, como una tonta, una reacción que los años no me han permitido controlar.

Vende y compra casas y apartamentos. Le va bien. Ha engordado un poco, pero eso no quiere decir nada. Conserva esos dedos largos que tanto me gustan, los kilos no le han hecho mella.

Ya se ha tomado el café. Quiere otro. Le sirvo otro sin consultarlo; esto ya no parece sorprenderlo tanto como el detalle del azúcar.

Mira la foto de mis hijos que está sobre una repisa detrás de mí, cerca de donde cuelgan unos móviles de metal esmaltado. Hace cumplidos. Yo asiento. Vuelve a mirar la foto y me mira a los ojos, se evade por mi cuello y llega hasta el escote. Me acomodo el collar, nerviosa. Sigue una charla estirada con preguntas anodinas. Sólo los silencios tienen contenido entre los dos ahora.

Me pide más café. Con edulcorante. Dos pastillas. Y que le agregue un poco de agua. Me argumenta que por su trabajo se ve obligado a tomar mucho café con los clientes, que tomándolo así se suaviza un poco, se hace más tolerable y de paso controla el peso.

Lo veo contemplar la casa en sus detalles. La pared de ladrillo a la vista, el futón rústico color borra de vino donde se ha instalado. Reconoce la lámina de Chagall que enmarqué yo a los dieciséis años. Los tapices de lana nudosa lo obligan a bajar los ojos. Lo invito a pasar a la cocina, al baño, al dormitorio. Observa todo con atención, como si estuviera sacando fotos digitales que guarda en cierto sector de su cerebro. Salimos del dormitorio, nuestros zapatos suenan sobre la madera del corredor. Me doy cuenta de que dejé la luz encendida. Hago un giro brusco para ir a apagarla y entonces, en mi torpeza, me tropiezo con las botas que él lleva puestas. Me deshago en disculpas y él también, casi tanto o más que yo.

Volvemos a sentarnos en el living. Estima que no me van a dar más de cuarenta por la casa. Bueno, estaba dentro de lo previsto, aunque yo pensaba que me podían dar cuarenta y cinco o cuarenta y seis. Parece que no, cuarenta es el tope. Él mismo podría llegar a comprarla si es que tengo tanto apuro en venderla, por qué no. Pensalo. Se levanta. Lo acompaño hasta la puerta, nos despedimos correctamente.

Regreso a la cocina. Me sirvo un café con una cucharada de azúcar. Saco de la alacena una lata donde suelo guardar galletas, la abro y me como un trozo de budín de chocolate. Sobre la mesada, del otro lado, veo las flores. Se están marchitando, no las puse en agua.


Imagen: gallery.lv/textileart/BILDES/Armane/oak.jpg



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