Una vieja serie de televisión
Una vieja serie de televisión. Así se llama un poema que me gusta mucho de Antonio Cisneros. Me viene a la cabeza una y otra vez. Lo tengo muy presente aunque no recuerdo las palabras exactas.
Ordeno un poco la cocina, mañana es domingo. Ya son más de las 11 de la noche. Lavo los platos, guardo las tazas y los cubiertos que ya están secos. Los sábados, para la cena, toca pizza o empanadas, o sandwiches calientes. Hoy hubo sandwiches calientes, los preparé yo.
Escucho un ruido suave y me asomo un poco por la ventana de la cocina. Me doy cuenta que inesperadamente (hoy fue un día estupendo, con ese sol invernal de junio) ha empezado a lloviznar.
El día fue estupendo sí, pero es como si las uvas en el racimo hubieran sido demasiadas.
Hace pocos minutos presencié una muerte en la ficción. Desde hace varias temporadas sigo la serie Six feet under. Parece que estas son las últimas entregas. Acaba de morir Nate, uno de los protagonistas, y eso ha sido un golpe terrible para mí. Me siento atraída por ambos, el actor y el personaje. Siempre sucumbo en estos ratoneos con personajes de ficción y ya no puedo culpar a la adolescencia, ni a la post-adolescencia, tampoco a la primera juventud. Lo asumo, está en mí, y seguirá estándolo, lo disfruto a full como parte de mi vida. (Seguiré soñando con galanes de celuloide a los 80...). Nate ha cumplido cuarenta años, le ocurre un grave problema de salud, decide darle un giro radical a su vida, manifiesta esa decisión y muere. Confieso que me sentí un poco indignada porque nadie lloró cuando él se puso seriamente enfermo, en coma, ninguno de sus seres queridos. En fin, es otra sangre.
El episodio ilustrado en este capítulo de la serie, el individuo de cuyo funeral se hace cargo la empresa familiar a la que Nate pertenece, es un excursionista (eso parece) que muere de improviso, atacado por un puma.
También hoy asistí a la noticia de la muerte de una persona bien real. Me enteré de eso al mediodía, poco antes de almorzar. Conozco a esta mujer desde hace varios años, por lo menos seis. Debía andar por los cincuenta y algo. Si tuviera que describirla, mencionaría sin lugar a dudas, en uno de los primeros puestos, su vitalidad. Estaba conversando con uno de sus hijos, se sintió mal, la llevaron al hospital y al llegar allí ya no hubo nada que hacer. Muerta. Llamadas telefónicas, anotaciones de teléfonos y horarios, la dirección del lugar donde se realiza el velatorio.
Mi madre nos había invitado a almorzar hoy, es su cumpleaños. En su casa nos encontrábamos cuando nos llamaron a avisarnos del deceso de la mujer que mencioné. Además de mi madre, hoy cumple años el marido de mi hermana. El almuerzo fue colectivo, hubo dos tortas y todos cantamos "el que los cumplas feliz". Los veteranos estaban orgullosos porque acaban de terminar de pintar las paredes y acondicionar uno de los dormitorios para que puedan ir sus nietos. Quise sacar fotos pero estaban sin cargar las pilas de mi cámara digital. Mi padre, precavido como siempre, sacó la clásica Canon, con su rollito puesto para revelar quién sabe cuándo y la Canon no falló. Dos cumpleaños; a mi hija la cuesta un poco entender que dos personas hayan nacido el mismo día, por más que haya años de distancia.
La llovizna dura poco. Unas horas después cae como un agregado de lluvia, una colita que faltó y parece ser que ya no más.
Ya son más de las 11. Tiro la bolsa de la basura por el ducto. Cierro la ventana de la cocina. El mantel no está tan mal, aguanta un día más. La rutinita burguesa de tomar un vaso de agua. Los preparativos para acostar a los niños. Mi hijo está convencido de que no quiere irse a dormir, y lo dice. Mi hija me pide que le explique cómo se hace una moña.
A esta altura ya pasamos al otro día. Ya no puedo esperar más, salgo disparada a la biblioteca a buscar el libro de Cisneros para leer el poema que viene, se me repite en fragmentos y no se va.
Una vieja serie de televisión
Si mi hija mayor ordeñara una vaca
y mi hija pequeña ordeñara una cabra
habría leche fresca y fino requesón
todos los días.
Si mi mujer horneara pasteles de maíz
y calabaza y yo cortara leña
en el bosque vecino tendríamos comida
y un buen sol
contra el invierno
que hiela las colinas.
Seríamos felices correteando
detrás de las ovejas remedando
el canto del tordillo
y el zorzal felices celebrando
los sembríos azules
y el salto del salmón.
Si así fueran las cosas mi familia
sería otra familia:
ni más ni menos que la familia Ingalls
y mi casa sería la casita
en la verde pradera.
Y no habría más muertos que los muertos
por dolor de costado
por vejez
o por las pestes
que nos envía Dios.
-Cisneros, Antonio. Drácula de Bram Stoker y otros poemas. Ediciones de Uno. Asociación uruguayo-peruana Juan Parra del Riego. 1991.
Imagen: localaccess.com
Sésamo ábrete
Estoy sola, encerrada involuntariamente en un baño. Dispongo de mi cartera y de una carpeta donde guardo entre otras cosas un cuaderno. Una amiga me toma el pelo con frecuencia, dice que siempre llevo conmigo algo de celulosa: libro, carpetita, cuaderno o similar. En este caso el acarrear papel y birome ha sido providencial, me permite garabatear estas líneas.
Tenía hora en la dentista. Acaba de mudarse a un edificio más nuevo, moderno, con una cantidad escandalosa de pisos. Demoré bastante en llegar al piso 8, con las restricciones de energía eléctrica funcionan menos ascensores. Toqué timbre. Dos timbres en realidad, por las dudas, no sabía cuál era el indicado. Ella me recibió con simpatía, estaba terminando de atender a una paciente. Le pedí para pasar al baño, hacía rato que había salido de casa y me urgía hacer pis. Entonces, paso al baño, hago pis, me lavo las manos y me cepillo los dientes (no olvidar que estoy en el consultorio dental) y me dispongo a abrir la puerta. No puedo. Reintento. Tampoco hay suerte esta vez. Golpeo la puerta y escucho la voz de mi dentista. Siguen unos cuantos minutos de forcejeo con destornilladores, cuchillos de cocina, risas, nervios, de adentro y de afuera. Nada. Deciden –ella y la paciente– llamar al cerrajero para que resuelva el asunto y me libere. Me preguntan qué hago y les cuento que estoy escribiendo en un cuaderno. Se abstienen de comentarios pero intuyo que mi actitud les resulta "rara". El experto en cuestión dice llegar en diez minutos. Espero mientras escribo estos apuntes.
He tenido en mi vida dos episodios de encierro involuntario.
Los recuerdo con gracia y un toque de espanto.
Los antecedentes
Ambos pertenecen a la época en que trabajaba en publicidad.
1. Editando un comercial
Estoy en una oficina ubicada en un viejo apartamento del centro de la ciudad. Fui de parte de la agencia publicitaria donde trabajo para editar un comercial. Lo mismo: urgencia fisiológica después de varios decilitros de café, agua y horas frente a los monitores mirando imágenes aceleradas y congeladas. Me dirijo a la "toilette". Lo mismo: no puedo salir. Golpeo. Siempre pasa, escucho la voz de uno de los operadores de edición. Presto, toma un no sé qué (quizás sea otra vez el cuchillo de cocina) y me rescata triunfante. Yo termino de editar lo que falta y me voy.
Pasó un tiempo después de este episodio y en otras oportunidades me sugirieron ir a editar allí. Digo que no, invariablemente.
2. Rodando un video
Voy en representación de la agencia donde trabajo a rodar un video para un cliente fuera de la ciudad. La oferta es tentadora: romper la rutina, tomar aire puro y no estar secuestrado diez horas en la oficina. Hacemos carretera con la gente de la productora escuchando música y charlando hasta que llegamos. Nos asignan un cabañita muy linda como base de operaciones. Dejamos los bolsos. Trabajamos toda la mañana. Hacemos una pausa para almorzar. Volvemos a la cabaña. Yo decido (maldita la hora...) tirarme quince minutos a descansar. Esas microsiestas me resultan altamente reponedoras. Mis compañeros se van. Me acuesto, rendida por el madrugón. Casi enseguida caigo en la cuenta de que la puerta queda trancada si alguien la cierra de afuera; no tengo llave. Pasa un rato (imposible determinar cuánto dura) y yo empiezo a angustiarme, incluso lloro un poco. No encuentro ningún teléfono celular. La cabaña está aislada. Por la ventana veo pasar a uno de mis compañeros, le hago señas como loca, vení por favor te lo pido que estoy encerrada acá. Me saluda sonriente, no entiende nada, sigue de largo. Me siento un náufrago. Me pongo mal en serio. En uno de los bolsos encuentro la gloriosa navaja Victorinox (le debo un reconocimiento especial a partir de esta anécdota), corto el mosquitero de la ventana y salgo, acalorada.
Llega el añorado cerrajero. Conversamos algo, es un tipo joven. De mi lado no hay mucho para hacer. Parece que se rompió una pieza adentro de la cerradura. Forcejeo del pestillo, supongo que con alguna herramienta sofisticada esta vez, es evidente que trajo su valijita. Siguen dos golpes que son un estrépito, me aparto un poco, el baño es chico y no sea cosa de que se derribe la puerta sobre mí. Y se hace la luz, abren la puerta y salgo yo, como un pollito del huevo. Me felicitan por mi entereza, por no haber perdido el control. Les explico que los chistes (míos y de ellos) y las conversaciones me han brindado el apoyo psicológico necesario para sobrellevar el inconveniente. La dentista, que es amiga, me da un beso, nos damos un abrazo solidario. La paciente, gentil, se presenta y se confiesa curiosa por ver mi cara. No puedo evitar contarle a mi rescatador, que efectivamente es un tipo joven, con pelo largo y cola de caballo, mi segundo antecedente de encierro, el de la cabaña. Se ríe, me muestra su adhesión. Promete enmendar la cerradura, por ahora ha quedado el agujero.
La consulta dental era de rutina, solo un control, que anduvo bien.
A esta altura son como las dos de la tarde y yo no he almorzado. Decido comprarme un merengue de groseras proporciones, relleno de dulce de leche con las puntas bañadas en chocolate de cobertura. Lo merezco.
Imagen:www.ignorancia.org/images/personal